Hace dos mil años, cuando los trirremes romanos surcaban el Mediterráneo y los legionarios hacían resonar la faz de la tierra a su paso, en la actual Costa Daurada se elevaba, imperial, Tarraco. Hoy en día, aunque los años han convertido el mármol y la cerámica en arqueología, el núcleo arqueológico de Tarragona no es únicamente patrimonio de la humanidad: se abre como una ventana a la era donde los dioses pisaban un mundo todavía joven.
Ya sea por su paseo arqueológico —que se extiende a la sombra de la muralla romana más antigua de Hispania— o por el foro, al pasear por Tarraco es fácil imaginarse a mercaderes de las orillas del Mare Nostrum discutiendo por unas monedas de plata con la efigie del emperador. Se puede captar el aroma a aceite y vino de ánforas transportadas por mujeres con túnica hacia el templo, o escuchar —si dirigimos nuestra atención al imponente anfiteatro— las espadas de los gladiadores. Cada paseo revive una ciudad romana que todavía contempla el Mediterráneo.